El poeta loco

Leopoldo Maria Panero

Leopoldo, su cigarro y la coca-cola. Amigos para siempre.

Soy una demente Panero desde que vi el documental de Jaime Chavarri, “El desencanto”, cuando estudiaba lenguaje cinematográfico en Madrid. La impresión que me causaron sus protagonistas y su alucinada y triste historia fue tal que, desde entonces, debo declararme fan devota de los hermanos, sobre todo de Leopoldo. Tras este interesante descubrimiento empecé a buscar obras de Juan Luis, Leopoldo María y Michi, el pequeño, al que Nacho Vegas menciona en la canción “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, que es, además, una de esas que te pone una sonrisa en la boca y el buen rollo en el cuerpo. Y si queréis saber de más seguidores de Leopoldo haceros con el CD-Libro de Bunbury, Carlos Ann y otros, en el que podréis encontrar además de sus poemas el documental “Un día con Panero” en la que Bunbury y Ann hablan, contemplan, escuchan y acompañan al poeta loco.

Estuve hace un mes en la Feria del Libro de Madrid. Vi a Ken Follet trajeado firmando cientos de ejemplares dentro de una jaima, contemplé un rato a muchos famosotes cuyos fans esperaban ansiosos de verdad una mirada suya, además de una firmita en un libro que tal vez ni lean. Falta de costumbre, más que nada. Vi a Matilde Asensi dedicando su último best-seller (dicho esto sin la más mínima acritud) y encontré también a Jesús Ferrero, con su imponente imagen, muerto de asco sin un solo admirador enfrente de su mostrador. De repente me topé con el cuerpo semi-tumbado de Leopoldo María Panero detrás de un mostrador, con actitud de dejar pasar el tiempo sin importar lo lento que transcurra. El cigarrro permanentemente en los labios. Ignoraba que cada año sale del psiquiátrico de Las Palmas para meterse en una caseta en Madrid, con una temperatura de 30º a la sombra y expuesto a las miradas y comentarios de muchos que ignoran que, tras esa cabecita enferma, se encuentra el loco más lúcido de la literatura española contemporánea.

Eché a correr hacia él completamente emocionada pero cuando estuve delante de su vista me quedé sin saber qué decirle, cómo expresarle mi admiración y mi respeto. Cogí uno de sus libros de poemas (Mi lengua mata) y le hice ver a mi compañero la necesidad de comprarlo. El librero, muy amable, se lo pasó al escritor al tiempo que me preguntaba los nombres para poner en la dedicatoria. Yo sabía que no sería capaz de juntar dos letras, se le veía absorto en sus cosas, de viaje por su mundo, supongo. Y en eso empezó a hablar pero era tan difícil entenderle… comentó que daba gusto ver que todavía quedaban personas inteligentes. Sonreí divertida por sus palabras, le respondí algo que no recuerdo, él apagó su cigarrillo, le dio un sorbo a la coca-cola número mil de aquella mañana (y sólo eran las once) y, levantándose, le hizo un gesto al librero para que le ayudara a salir de la caseta. “Tengo que mear”, dijo. Y alzó levemente la mano en un gesto de despedida.